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Cuentos de cocineros: jocoque

Foto del escritor: Redacción Redacción

Chef Alba Gómez

Todavía recuerdo vívidamente la primera vez que probé el jocoque. Mi madre era ese tipo de mujer a la que no le gustaban los tonos de gris, ni las medias tintas, ni mucho menos los berrinches de chiquillos malcriados, o mal comidos.


No era mi caso ni el de mis hermanos, de los cuales soy el más chico, ya que en nuestro humilde hogar faltaría de todo menos la comida.


La cocina funcionaba casi las 24 horas del día, ya que alimentar un batallón de criaturas hambrientas, a un padre agricultor, un tío minero y cuatro sobrinos heredados no era tarea fácil. Así que a eso de las cinco de la mañana llegaban a la mesa, mi padre y mi tío a pedir su desayuno.


Debo reconocer que mamá hacía maravillas con pocos recursos. Pero estaba terminantemente prohibido desperdiciar comida o tirar algo.


Todo tenía su utilidad y aprovechamiento. Si era un pan duro al otro día seguramente serían torrejas o budín con mucho caramelo. Si las sobras en cambio eran de verduras cocidas en la cena habría ensalada, si había bastante queso que mis padres elaboraban comíamos suculentos panes de queso o empanadas.


Era maravilloso ver como se movía mi madre en la cocina, sacando ollas del fuego, cuidando confituras burbujeantes, cambiando pañales, regañando hijos, peinando a las niñas sus largos y negros rizos y poniendo unos primorosos moños de colores para ir a la escuela.


Nuestras loncheras, siempre rebozantes, eran la envidia hasta de las maestras, aunque siempre les llevábamos fruta recién cosechada de nuestra quinta.


Un mediodía caluroso, cuando regresaba del colegio corriendo para almorzar, madre puso el plato frente a mi y me sirvió algo desconocido. Eran las enchiladas de siempre pero tenían algo blanco, espeso y viscoso que no supe identificar.


Madre nos miraba de reojo esperando que comiéramos sin preguntar nada, pero yo, el más problemático para aceptar sabores nuevos, lo llevé a la boca y la abrí para escupirlo.

Me pareció horroroso.

Mamá me miró sin decir ni una palabra. Sólo me miró y supe que debía comerme aquello porque debía comérmelo. Las lágrimas de sufrimiento bajaban por mis mejillas rosadas sin que a la mujer se le moviera un solo pelo .

Nada. Silencio absoluto en la mesa llena de niños.

- Te lo acabas-, dijo dirigiendo su largo dedo índice hacia mí.


No olvido más aquel mediodía lastimoso para mí.


Luego de muchos años, cuando ya fui hombre, puse mi primer restaurante de cocina libanesa no lejos del lugar donde viví de niño.


Se llamó “Jocoque”.


 
 
 

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